miércoles, 26 de octubre de 2011

ESPECIAL HALLOWEEN (3): EL EXTRAÑO, relato de terror de H.P.Lovecraft

EL EXTRAÑO 
H.P. Lovecraft

Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en vastos y lúgubres recintos de cortinas marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.

No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
FIN

viernes, 21 de octubre de 2011

LOS PROFESORES RECOMIENDAN...EL DESTINO, de Emilia Pardo Bazán


Ante la cercanía de Halloween, es un buen momento para retomar la sección de CUENTOS DE MUERTE con este magnífico cuento de Pardo Bazán. No te pierdas el espeluznate final.


Este cuento lo recomienda a todos los alumnos el profesor Carlos de la Torre, gallego como la autora.  




 EL  DESTINO




Casi todos creemos haber librado de algún peligro, por alguna casualidad; casi todos hemos visto, una vez al menos durante nuestra vida, inclinarse sobre el abismo el platillo de la balanza, y no volcarse, vencido ya, por milagro...

Pocos estarán de ello tan seguros como Matías Reñales, mocetón de pelo en pecho, que ejerce el desalmado oficio de guarda de consumos, y más veces anda a tiros que reza el rosario. Aparte de los lances del oficio, Matías suele encontrarse enredado en otros que nada tienen que ver con las gabelas del Ayuntamiento, pues Matías es más enamorado que dromedario africano, amén de celoso y matón y reñidor sin jactancias, pero con derroches de valentía que rayan en bizarra temeridad; y a su manera, y dentro del círculo nada selecto de sus relaciones, Matías se procura una serie de emociones románticas, y se juega el pellejo con desgaire de guapo e indiferencia de fatalista.

-Porque, miusté -díjome en ocasión de haber venido a verme para pedirme cierta recomendación, la número quinientos mil de las que a toda hora llueven sobre todo el mundo, sea o no sea influyente- en no estando de allá... -y señaló, alzando el índice, al techo de mi escritorio-. Si está de allí, sale usté a la calle, hace viento, cae una teja de punta, le da en la cabeza..., y a San Ginés.

Se me había olvidado que Matías, recriado en Madrid, es albaceteño, no sé si de la propia ciudad puñalera, seguramente de la provincia; y convendrá advertir también que su tipo corresponde al del semimoro, bautizado, pero en el fondo incristianable, que con tal frecuencia encontramos en nuestras regiones del Mediodía. De arrogante figura, tez cetrina, ojos de fuego y terciopelo, barba de intenso negror y un bosque de descuidados rizos coronando la bella cabeza, Matías es grave y sentencioso a fuer de moro natural y ni se alaba de sus proezas, ni echa por tierra a nadie. Hay en él rasgos simpáticos de la dignidad mahometana, sobre todo cuando insiste en lo estéril de los esfuerzos humanos para contrarrestar lo que está escrito. No emplea esta frase; pero el concepto, sí. Y tirando del hilo del concepto, viene a sacar el ovillo del episodio que aún hace erizarse el cabello de Matías.

-Era yo criatura de unos siete años, y vivía con mi madre, ¡proecita!, en cá el agüelo, pae de mi pae, que era labraor. Yo no podía ayuar aún porque no tenía juerza, y mi quehacer era zamparme las golosinas y andar diableando. En la casa, además de mi madre y yo, estaba la otra nuera del agüelo y otros dos chiquillos, Roque y Melchorcico, hijos suyos. Mi tía se yamaba Tecla; mi madre, Llanos -de la Virgen e los Llanos, que es la patrona del pueblo-. Las dos, mi tía y mi madre, habían enviudao a un tiempo, cuando el cólera. ¡Que fue una compasión! Y el agüelo, ¿qué quería usted que hiciese? Las recogió y las amparó..., y tós comíamos.

Sólo que la comía a unos aprovecha y a otros paece que se les vuelve solimán. Mi tía Tecla era de esta casta. ¡Mujer más seca!... Parecía guindilla e sartal, o los gatos cuando pasan veinte días cerraos en un armario, que salen chupaos y echando lumbres. Gastaba un genio e vinagre, y andaba roía de envidia en vista de que sus dos criaturas no acaban de medrar, mientras yo, hecho una manzana y más duro que una guija. Mi madre estaba desvanecía conmigo; al fin no tenía otra cosa a qué mirar en el mundo; y el agüelo -¡caprichos de señores mayores!- se le caía la baba conmigo y me hartaba de mimos y me daba a escondías la mejor fruta del huerto. Y miusté que yo comprendo las cosas; vamos, la que ha pario un par de chiquitines tan de Dios como cualquiera, y a más delicaos, y ve que todo el cariño se lo yeva otro hijo e otra madre, ¿cómo quiusté que se ponga? Como una pantera. Así andaba tía Tecla: unos ojos me echaba a escondidas que yo corría a agazaparme en las faldas de mi madre temblando e susto.

Y no era yo muy medroso... Al contrario; más malo que un cabrito; siempre enzarzao en peleas y metiéndome a hacer hombrás fuera e tino y hora, tirando pedrás al mesmo sol y rompiendo la crisma a zagalones que me yevaban la caeza de altos. Pero elante tía Tecla me entraba un canguelo, que se me quitaban el habla y la acción. Era como aquel que ve una serpiente desmesurá, y en igual de echar a correr se quea quieto esperando la mordedura. Tía Tecla me encantaba con los ojos de basilisco que siempre me estaba flechando; y es que por los ojos aquellos salía un aborrecimiento tan de aentro de la entraña, que me parecían las hojas de dos puñales metiéndome por el corazón a partírmelo. Como me la echaba de guapo, vergüenza me daría de ecirle a madre que tenía un miedo tan horroroso; pero juraría que a ella le pasaba otro tanto, ¡proecilla!, y ca vez que yo me apartaba un minuto, andaba buscándome toda angustiá.

Por aquel entonces hizo mi agüelo una cosa na buena, y lo digo aunque sea faltar y parezca ingratitud, porque la gente de malos hígaos se güelve repeor cuando la esesperan con demasiá poca justicia. Pues el agüelo, ¡Dios le haya perdonao!, sintiendo que le pesaban los años, llamó a un escribano y dispuso de cuanto tenía: el huerto, los trastos de la casa y la labor, unas tierras... y tó en favor mío. A los chicos de tía Tecla, ni esto. ¿Verdad que es pa irritar? Yo no me enteré, y aunque me enterase, ¿qué entiende un chico? Lo único, que tía Tecla se puso más feroz, y cuando me encontraba solo paecía que intentaba espeazarme. ¡Qué lástima que me dan los que pasan miedo! El miedo es cosa mala; es una enfermeá. Yo perdí el comer y me entró calentura.

Era una murria, que to el día me lo pasaba acurrucao a la vera de la lumbre, cerca del fogón. Estío era, y yo tiritaba. El sangraor ijo que aquello venía de la humedá de la acequia; pero sí ¡buena humedá! Mi madre me armó una especie de cama con un colchón y una colcha de percal, y de allí costaba trabajo sacarme. El agüelo juraba que una bruja me había hecho mal de ojo. Pué que sí, que los ojos suelten veneno.

No sentía miaja de alivio, cuando un sábado, ¡qué día tan señalao!, mi madre puso el caldero de la lejía a hervir. Mientras cocía el agua, mi madre aclaraba en el patio. El agüelo se había ido fuera a tomar el sol. Y cátate que uno de los chicos de tía Tecla, Roquillo, el mayor, que era de mi edad y se espepitaba por mí, viéndome acostao con la cara tapá por la colcha, me sacudió y me dijo: «Matías, ¿sabes que ha parío la perra? ¡Seis cachorros tiene! Y está tan celosa, que no me atrevo a cogerle uno. ¿Te atreves tú?» Yo he tenío siempre la debiliá de que cuando me preguntan si me atrevo, me atrevería me paece que a encararme con Dios. Contesté: «Ahora mismo», y salté de mi colchón. El chico -no sé por qué, ¡las veces que he pensao por qué pudo ser aquello!, ¡cosas de la suerte del hombre!- va y dice: «Pues yo, pa que no te escubran, aquí en tu sitio me escondo.» Y se cuela en mi cama, y sube la colcha como yo, igualito...

Voy al cobertizo, me yego a la Pulia, me enzarco con ella, me clava los dientes en este brazo, me saca un peazo e pellejo -¡lo que son las madres pa defender la cría!-, agarro uno de los perriyos, ciegos aún, un canelo precioso, cierro la cancilla y a escape me vuelvo a la cocina. En la puerta me paro elavao de susto; ¡tía Tecla estaba ayí! Me quedo estatua. Con la perra, bueno; pero con la mujer... Y así, agachaito, la veo que tienta en mi cama, y el primo callao. Entonces, ¡Virgen de los Llanos!, la veo que agarra por las asas el caldero de la lejía, hirviendo a to hervir, que lo alza en peso, que se vuelve, que se acerca a la cama y que de pronto... ¡zas!, lo suerta encima de golpe... ¡Si viese usted lo que pasó, antes de morir, aquella criatura escaldá viva! ¡Ni un santo mártir!

Y ahí tiene usté por qué luego he creído que lo que está de allí... -añadió Matías, con relampagueos de espanto en las pupilas al recuerdo de la tragedia, y señalando hacia arriba.

FIN

jueves, 20 de octubre de 2011

Los alumnos crean... DICCIONARIO LOCO

Varios alumnos de la  profesora Concha Bastida han realizados nuevas y graciosas entradas para la sección diccionario loco. Fueron realizados a finales del curso pasado. 
Aquí os las dejamos:

















































































































BÉCQUER: Rima LXI

RIMA LXI








Tú eras el huracán y yo la alta
torre que desafía su poder:
¡tenías que estrellarte o que abatirme!…
¡No pudo ser!
Tú eras el océano y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén:
¡tenías que romperte o que arrancarme!…
¡No pudo ser!
Hermosa tú, yo altivo: acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque…
¡No pudo ser!
 
 

jueves, 6 de octubre de 2011

Tomas Tranströmer, premio Nobel de Literatura 2011

[Noticia extraía de www.rtve.es]
El poeta sueco Tomas Tranströmer ha recibido este jueves el Premio Nobel de Literatura 2011, sucediendo a Mario Vargas Llosa, que lo recibió en la anterior edición.
Tomas Tranströmer es el poeta vivo más reconocido de Suecia y su nombre ha aparecido a menudo entre los candidatos al premio Nobel.
Según la casa de apuestas Ladbrokes, Tranströmer era uno de los favoritos estos últimos años y muchos de los que han apostado creían que éste iba a ser el suyo.
El jurado ha destacado del ganador que "a través de sus condensadas y traslúcidas imágenes, nos proporciona un fresco acceso a la realidad".
VER ENTRADA EN WIKIPEDIA SOBRE EL AUTOR:
http://es.wikipedia.org/wiki/Tomas_Tranströmer

VER VÍDEO:

PUEDES LEER VARIOS POEMAS SUYOS EN LA SIGUIENTE DIRECCIÓN:

Ganador 3er. enigma